Un llamado a que Chile bombardee el Perú. Un pedido de que se destruya Machu Picchu. Un deseo de que los puneños se mueran de frío. Cholo de mierda. Indio concha tu madre. Ojalá te maten. Si salgo a la calle te atropello. Estos son los escandalosos comentarios que circulan desde las cuentas de algunos jóvenes limeños en las redes sociales. Y sin embargo son los más bonitos, porque la prensa extranjera no se atreve a publicar los peores. Así estamos.
Ya no se trata de Keiko Fujimori como opositora de Ollanta Humala. Tampoco se trata de personas actuando en concertación con Fuerza 2011. No, olvídense de esos rollos: ya paso la elección y el Perú tiene un nuevo presidente. Ya no es un miedo al modelo económico de Ollanta Humala. Ni son sospechas sobre la posibilidad de que lleve al país con mano dura anti-democrática. Ya no se trata de ninguno de estos lugares comunes que agitaron la campaña electoral de los últimos meses. Algunos de estos lugares comunes podían surgir de la desinformación, del temor, de la inquietud, de la ausencia de un razonamiento claro o de la ignorancia. Si bien eran peligrosos para el país, eran ideas y sentimientos humanos entendibles, audibles, con los cuales se podían tratar. Había una posibilidad de diálogo porque las dos partes de la conversación conservaban la civilidad. Pero hoy, hemos pasado a un nuevo capítulo. Este se llama racismo puro y duro.
La nueva agresividad que brota y florece en las páginas Facebook y en las cuentas Twitter luego de la elección democrática de Ollanta Humala no es un incidente suelto, un bache. Estamos presenciando un destape de brutal de la discriminación entre compatriotas, quizás sea incluso un momento histórico para el peruano y el limeño que discrimina siempre a medias tintas. La opinión racista nunca se ha expresado de manera totalmente libre y a cielo abierto, probablemente porque los que la practican están perfectamente conscientes de que eso, en el fondo, no es una posibilidad. Porque es insostenible, es una rabia ciega y destructora, que cualquier persona con sentido común y un poco de corazón tildaría de locura si se viese expresada abiertamente en toda su magnitud. Entonces estamos acostumbrados a que la posición racista se exprese de manera más tacita, gotita a gotita, pero de manera firme y segura, erosionando la piedra nacional. Tu empleada es un mueble más de tu casa, un “cholo de mierda” que según tú se te salió cuando un chofer de combi te cerró el paso, una curiosa tendencia a tener solo amigos blancos. ¿Cuántos estamos acostumbrados a este decorado, silencioso y violento, en el que transitamos con incomodidad pero sin abrir la boca?
El racismo callado y a la vez tan poderoso (ya que la sugestión es muchas veces más potente que la frase explícita) se olía, se temía durante la campaña. Un sector acomodado de la población incluyendo a muchos jóvenes, sin interés previo por la política, se ponían del lado de Keiko Fujimori, aglutinándose y defendiendo ciegamente su candidatura. Y ellos no estaban teniendo una conversación, un debate público, ellos se habían convertido en un muro al cual era imposible golpear con argumentos, pruebas, discursos éticos. Muro delante del cual cualquier hombre o mujer se caía lógicamente rendido luego de unas semanas de desesperante lucha por hacerse escuchar. Este muro me daba mucho miedo, me preguntaba qué era. Lo intuía, no quería aceptarlo. Ahora ya no tengo más opción que abrir los ojos.
El racismo y la violencia inaceptables que se han destapado no son el hecho de todos los miles de peruanos que votaron por Keiko Fujimori por razones diversas y variadas. No. No se trata de acusar irresponsablemente a la mitad del país. Muchos peruanos que votaron por Keiko han aceptado admirable y noblemente el resultado de la elección y llaman hoy a la concertación y a la esperanza de que el presidente que NO eligieron Sĺ cumpla su palabra. Eso es una actitud de dialogo democrática que demuestra además responsabilidad ciudadana: se pone de lado el voto personal para ayudar a mantener la estabilidad y unión del país. A ellos mis respetos. Sin embargo desear la muerte de un compatriota, la destrucción de un monumento histórico, la guerra con otra nación, no le dan credenciales a estos jóvenes peruanos para que entremos en debate con ellos. En una mesa de diálogo (muy necesaria después de la polarización electoral) no tiene lugar esta violencia irracional ni tampoco esta cobardía que consiste en bombardear escondido detrás de su pantalla. Si bien la democracia es la expresión de todas las voces, es bien sabido que las voces anti-democráticas no son aceptadas en mesas democráticas porque sería una contradicción en los términos. Esta violencia debe parar. No existe otra opción si queremos transformar este triste suceso en una oportunidad de renovarnos. Si por flojera o temor a la confrontación no reaccionamos a estas voces a las que estamos tan acostumbrados, la historia ya habrá comenzado a repetirse. El único destello de esperanza que me queda es esperar que este destape de odio haga evidente la gravedad de la fractura entre peruanos y nos lleve lejos, a nuevos horizontes de cambio. Porque tengo confianza en el criterio de tantos hermanos, “cholos” y blancos, ricos y pobres, limeños y provincianos, que no avalaran jamás esta violencia.
Constanza Evans
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