La elección de Ollanta Humala ha dejado el sabor amargo de un sinfín de comentarios racistas en las redes sociales. El psicoanalista Jorge Bruce, recientemente entrevistado por Patricia del Río, en RPP(*), señala que la virulencia del odio manifestado es una manera de negar al otro y, en última instancia, de aniquilarlo. Más allá de volver a poner sobre el tapete nuestra nauseabunda y endémica tendencia a discriminar al otro, por su tez o condición social, esta irritación discursiva traduce un sentimiento colectivo, capitalino y paranoico, de amenaza. ¿Amenazados de qué y amenazados por quiénes?
Muchos electores tuvieron que hacer de tripas corazón en la segunda vuelta y optar por uno de los candidatos que fueron elegidos por una entidad desconocida, masiva y a todas luces reivindicadora, que les impuso una decisión por lo menos pavorosa. Es decir, se materializó una voluntad nacional, invisible pero vigente, que remeció las certezas de un consenso social y político en cuanto al buen uso de la bonanza peruana. Aquella presencia fantasmagórica e impalpable para Lima optó por un destino colectivo con el cual muchos no se identificaron o incluso rechazaron pero que sin embargo acatarán por impotencia, conformismo o incluso virtud cívica. Acorralados, los hay que se sienten ahora forzados a vivir en un proyecto país que no eligieron o castigados por una muchedumbre enigmática que ha tomado cuerpo y consistencia.
El afecto racista en las redes sociales, dentro de la coyuntura actual, proviene en gran medida de este surgimiento del otro, despreciado y negado, que ha transitado del silencio a la voz, de la mansedumbre a la intemperancia, es decir, de la muerte a la vida política. Los insultos funcionan como un exorcismo para que el alma o voluntad popular descanse en paz, es decir, para que regrese a su virtualidad o inexistencia. El miedo capitalizado por los medios de comunicación potencializa uno preexistente, el ser destronados de una hegemonía social, racial y económica, cuyas resabidas y apocalípticas declinaciones fueron, por ejemplo, el robo de la propiedad privada y la nacionalización. Estos términos, más allá de su sentido literal, cristalizan un temor que opone lo privado y lo nacional como dos categorías antagónicas e irreconciliables. “Nacionalizar”, en ese sentido, rima inconscientemente con una desposesión a favor de una colectividad espectral, polifacética y provinciana que ha determinado en buena cuenta el cauce de una campaña electoral orientada hacia la salvaguarda de la economía individual, como las AFP. “Nacionalizar”, en ese sentido, rima inconscientemente con dejar que ese otro acceda a la palestra pública, comparta protagonismo mediático e incluso se dé el lujo de la igualdad.
Individuo y colectivo parecen tener conceptos divergentes en cuanto a la representatividad nacional tanto así que la minoría electora, habiendo transitado de la omnipotencia a la impotencia, ha expresado su venenosa inconformidad con la mayoría electora por medio de improperios y despotriques racistas que buscan negar, enterrar y desaparecer simbólicamente a la persona de Ollanta Humala y a aquella intolerable chusma que se atrevió a rebatir sus certezas. Las redes sociales, como canal de expresión, han pretendido “corroborar” la dudosa legitimidad del escupitajo posteado dentro de una red de usuarios que confunde consenso y pertinencia.
En ese sentido, la arremetida mediática contra ese otro que ahora y más que nunca los rodea y gobierna corresponde a un encarnizamiento, inútil e ilusorio, con palabras sañudas y filudas que mutilan más al que hace uso de ellas que al supuesto aludido.
Paul Baudry